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Ya no elegimos lideres….Por: Eliecer Córdoba Lemus

En tiempos donde el ruido sustituye al sentido y la visibilidad eclipsa el valor, evocar la labor silenciosa pero profundamente transformadora de quienes hicieron de la docencia un arte no es solo un ejercicio de memoria: es un acto de resistencia. Fueron educadores que encarnaron liderazgos auténticos, cimentados en la ética, la vocación y el compromiso con el bien común. La historia, en su memoria perenne, ha tallado nombres como los de Óscar Moreno y Alba Elena Mosquera, quienes desde las aulas de Istmina enseñaron a pensar críticamente en medio de la precariedad; Carmen Córdoba, en Quibdó, formadora de generaciones desde una pedagogía de la dignidad; o Ramiro Murillo, que convirtió la educación rural en el Medio Atrato en una trinchera de resistencia cultural y cívica.

Todos ellos demostraron que es posible liderar sin espectáculo, y que el verdadero poder reside en formar conciencias. Son el mejor ejemplo de lo que la política debería aspirar a ser: servicio, coherencia y construcción paciente del futuro. Pero ese ideal parece cada vez más lejano. Vivimos en una sociedad que ha aprendido a reaccionar sin pensar, a consumir sin entender, a repetir sin discernir. Esta costumbre, replicada en la escuela, en los medios y en nuestra vida cotidiana, ha ido erosionando nuestros valores hasta el punto en que la ignorancia ya no se percibe como un error, sino como una elección cómoda.

Como si hubiéramos aprendido a temer la verdad y a abrazar con gusto las oscuridades, nos conformamos con lo que es fácil de digerir: emociones rápidas, opiniones vacías, espectáculos constantes. Lo complejo incomoda, y pensar a fondo se ha vuelto casi un acto insurrecto. Hoy, en muchos espacios, pensar diferente es visto como amenaza, y la inteligencia se rechaza porque no encaja en el patrón requerido. Se ha sembrado una cultura donde el ruido vale más que el sentido, y la visibilidad más que el valor. ¿No es alarmante que hayamos dejado de distinguir entre lo que brilla y lo que verdaderamente ilumina?

Este cambio no es accidental. Revela cómo hemos permitido que el discernimiento sea expulsado del centro de la vida pública. Ya no se dialoga, se grita. Ya no se argumenta, se reacciona. Y en esa confusión, olvidamos que sin pensamiento no hay libertad, solo repetición (los mismos con las mismas). Vivimos una época donde no solo se tolera la superficialidad: se celebra. Nos encontramos inmersos en una cultura que aplaude lo fugaz, premia la emoción inmediata y relega el pensamiento crítico al rincón de lo incómodo, de lo innecesario, incluso de lo sospechoso.

Desde todos los frentes —medios, redes, política, entretenimiento— se nos empuja a aceptar que reflexionar es una pérdida de tiempo, que profundizar resta, y que lo banal, por absurdo que parezca, no solo sobrevive… gana. Esta tendencia ha tenido un impacto devastador en nuestra vida pública y en la manera como elegimos a quienes nos representan. La política ha sido vaciada de contenido, la ciudadanía de criterio, y el pensamiento crítico de relevancia. El espectáculo ha desplazado a la sustancia, y lo emocional vale más que lo ético.

Se ha instalado entre nosotros una lógica perversa: la de la política convertida en show y el ciudadano transformado en consumidor pasivo de imágenes, slogans y gestos prefabricados. Se nos presenta como democracia lo que, en realidad, es una puesta en escena. Los discursos no buscan convencer con argumentos, sino complacer con frases virales. Las propuestas importan menos que la capacidad de agradar. Y la gestión pública se evalúa con métricas superficiales, no con resultados estructurales.

Sin ánimo de herir susceptibilidades, pero con la urgencia de decir lo que pocos se atreven, debemos reconocer una verdad incómoda: rara vez en la historia política del departamento hemos elegido líderes por su visión, su integridad ética o su compromiso real con el bien común. Por lo visto, tampoco lo haremos ahora. Seguimos figuras que saben entretener, que nos distraen con carisma y frases efectistas, que llenan titulares y redes sociales, pero vacían el debate público de contenido. Mientras tanto, la crítica honesta ese componente esencial en cualquier sociedad que aspire a la libertad y la madurez democrática es cada vez más irrelevante, ahogada por la lógica del espectáculo y la dictadura de los de siempre.

Hemos sustituido el discernimiento político por la popularidad, y la solidez moral por la visibilidad mediática. En consecuencia, los liderazgos se desfiguran: lo que antes era un ejercicio de responsabilidad, hoy se reduce a un concurso de simpatía, a una estrategia de marketing emocional. Emergemos, así, como ciudadanos de un territorio donde las apariencias pesan más que las ideas, y donde quien más ruido hace… más poder obtiene. No estamos ante una casualidad, sino frente a un modelo de representación profundamente erosionado, en el que pensar parece molestar, y liderar implica agradar, no transformar.

En este contexto, resulta urgente hacernos preguntas fundamentales: ¿Qué tipo de sociedad estamos construyendo si el pensamiento crítico es descartado como incomodidad y la inteligencia es malinterpretada como elitismo?  ¿Qué futuro nos espera si seguimos confundiendo visibilidad con virtud y popularidad con competencia?

Necesitamos líderes que incomoden con la verdad, no que adormezcan con frases hechas. Ciudadanos que se atrevan a pensar, no que se limiten a consumir. Y una sociedad que, en lugar de rendirse al brillo de las apariencias, vuelva a valorar el esfuerzo de comprender, de discernir y de elegir con responsabilidad.

Porque si no reaccionamos a tiempo, el riesgo no es solo que gobiernen los que más gritan: el riesgo es que perdamos el sentido mismo de lo que significa gobernar, decidir, construir lo común. Y ese sentido no se recupera con promesas vacías ni con gestos virales, sino con ciudadanos que se atrevan a pensar con profundidad, a exigir con criterio y a elegir con conciencia.

El cambio cultural no viene desde arriba: empieza abajo. Una mente a la vez, una decisión a la vez. Y si somos suficientes los que decidimos pensar más, cuestionar más y vivir con más conciencia, entonces lo superficial dejará de ser lo único que triunfa. Porque solo cuando el pensamiento vuelve al centro de la vida pública, la mal llamada democracia en el departamento deja de ser espectáculo y vuelve a ser proyecto.

Ya no elegimos líderes. Elegimos personajes. Y en esa elección, estamos definiendo no solo quién nos representa, sino qué tipo de sociedad estamos dispuestos a ser.

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