Por: James Mosquera Torres Representante a la Cámara Circunscripción Especial de Paz – CHOCÓ y Antioquia.

Más allá de las disputas políticas y los ataques mediáticos, el verdadero poder del presidente Gustavo Petro se manifiesta en los territorios históricamente olvidados, en las víctimas que comienzan a ser escuchadas y en una conciencia popular que no depende de encuestas, sino de esperanza.
Por estos días muchos se preguntan dónde está realmente el poder de Gustavo Petro.
Algunos creen que lo perdió entre los forcejeos con el Congreso, otros lo miden por las cifras de popularidad o por los ataques de los grandes medios. Pero el poder real de Petro no está en los despachos del Palacio de Nariño ni en las columnas de los opinadores de siempre. Su fuerza, la que lo sostiene, está en otro lugar más profundo, más humano y más silencioso: en la conciencia política que ha despertado y en la esperanza que ha sembrado en los territorios olvidados.

Petro no gobierna solo con decretos, sino con símbolos. Es el primer presidente de izquierda en la historia republicana de Colombia, y su presencia en el poder representa una ruptura con las viejas estructuras del país. Para las comunidades que nunca tuvieron voz, verlo allí ya es una forma de reparación simbólica.
Esa transformación se siente, sobre todo, en las regiones donde la guerra dejó cicatrices abiertas. En el Alto Atrato, Bajirá, Vigía del Fuerte y Murindó, las víctimas (durante años invisibles) hoy sienten que el Estado empieza, al fin, a mirarlas con otro rostro.
Desde el Congreso, se han alzado voces firmes en defensa de esas comunidades, y el gobierno nacional ha respondido con hechos: proyectos sociales, inversión pública, acompañamiento institucional y la voluntad de reparar lo que la violencia rompió.
Son pasos que no llenan titulares, pero que cambian vidas. Ahí, en esa atención silenciosa y constante, está parte del poder real de este gobierno: el poder de hacer sentir a las víctimas que no están solas, que el Estado no es un enemigo lejano, sino un aliado en su reconstrucción.
Petro ha logrado, además, mantener viva la conversación sobre temas que antes se evitaban: la desigualdad, la transición energética, la paz total, la soberanía nacional. Aunque lo critiquen, el debate gira en torno a él. Quienes lo adversan no pueden ignorarlo, y quienes lo defienden lo sienten como un líder necesario en medio del ruido. Esa capacidad de marcar la agenda pública es, en sí misma, una forma de poder que trasciende la política tradicional.
Su liderazgo no se sostiene en los viejos pactos con las élites, sino en la independencia moral que le permite hablar con franqueza, incomodar a los poderosos y gobernar desde una visión de país distinta. Petro ejerce un poder que no se impone desde arriba, sino que se construye desde abajo, en diálogo con el pueblo, con las regiones, con quienes siempre estuvieron al margen.
El verdadero poder de Gustavo Petro no depende de su permanencia en el cargo, sino de la huella que deje en la conciencia colectiva. Esa huella ya está en marcha en las comunidades que recuperan la fe en el Estado, en los jóvenes que se atreven a creer en la política, y en las víctimas que comienzan a sentir que su dolor no fue en vano.
Petro gobierna con algo que no se puede destituir: la esperanza. Será odiado por muchos, pero muy querido por la mayoría. Y seremos más quienes buscaremos que sus ideas continúen vigentes, al reconocerlas como indispensables en una sociedad cada vez más polarizada y que, en su diario transcurrir, deja al descubierto las inequidades vergonzosas de un país que durante demasiado tiempo ha despreciado la marginalidad.
JAMES MOSQUERA TORRES.